jueves, 12 de febrero de 2009

INVENTARIO DE CANCIONES Y CICATRICES

Mi intuición, más lista que el hambre, peca en exceso de prudencia, siendo ésa y no otra la razón por la cual se limita a confirmarme obviedades sin vuelta de hoja. Como muestra de lo que digo, quédense con el siguiente botón: la terrible tormenta que todo lo agita está a punto de desatarse en el interior del vaso. No hace falta irse a estudiar a Salamanca para comprender que, tanto el intenso crepitar de los deseos en mis oídos y, aún peor que esto, el lastimero y desafinado canto del colibrí que llega hasta mí desde la copa de aquel árbol, son presagios ambos de mal agüero. Conforme sueño la lluvia sonámbula, acumulo en derredor mío una sucesión interminable de luces rotas. Luego me encargo de los cajones y cajoneras a las que atosigo llenándolas de viejas sonrisas petrificadas. De verdad que hasta el hielo se aviva al contacto con tanta ruina de dolor inútil. Pero no importa. En previsión de tiempos peores, sigo haciendo acopio de lo básico: sal para las heridas, compruebo el buen estado de los insomnios, y me cercioro de la solidez de un aliento que deambula como arena de navaja por mi boca. Ya con la casa en orden, me siento a esperar tranquilo la llegada del vendaval mientras actualizo con insano detallismo el manoseado inventario de canciones y cicatrices.

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