jueves, 5 de febrero de 2009

EL ÚLTIMO SOL

Sobre impresionadas en el acetato, las paranoias adoptaban forma de ocultos manifiestos que poco o nada decían acerca del ser que las soportaba ni, mucho menos, acerca del ser que a su vez soportaba al propietario de las citadas paranoias. Ambos seres, el ser que sólo soportaba sus paranoias y el ser que se soportaba así mismo y además soportaba enterito al ser paranoico, miraban absortos las imágenes escaneadas del cerebro del primero intentando reconocer en cada sombra la sucesión de torturados acontecimientos que, en forma de accidentes, mentiras y disparates, conformaban su vida cotidiana. Sus miradas y sus conciencias saltaban de imagen en imagen en busca de las evidencias, pero no era fácil. Pareciera como si los males se tornasen invisibles en cuanto notaban de lejos la presencia del scanner, tan invisibles como se sentían ellos ante los ojos de los viandantes cuando, cogidos de la mano y cargados de pastillas, recorrían la escasa distancia que mediaba del apartamento a la farmacia. Desde aquel injusto instante en el que la tristeza, el sinsentido y el dolor se adueñaron de su cabecita loca, todos sus actos, incluidos aquellos de apariencia más orgánica, se convirtieron en esenciales. Y así no hay forma de vivir, como tampoco hay forma de vivir con quién de esta forma vive. En ciertas dosis, la intrascendencia es necesaria para la vida. Hace falta momentos en los que no ocurra nada, pero lo cierto es que la gracia del término medio no les había sido concedida, y las horas se sucedían entre el exceso de la locura, o la nada. La casa estaba fría cuando llegaron de la consulta y decidieron meterse vestidos en la cama a esperar la salida del último sol.

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