La negrura que circunda nuestras vidas explica, sólo en parte, el sombrío gozo que reinaba en el rostro de aquel hombre hechizado por el brillante color de la sangre y una difusa promesa de calidez en un lejano porvenir. Criatura de sí mismo desde aquellos lejanos días del vino y las rosas, sus temibles ojos desorbitados reflejaban bien el espectáculo, macabro y espeluznante a un tiempo, del pánico que se alzaba majestuoso proveniente de lo más profundo del alma de su víctima. Atrapado en la trama de su propia obra como sólo podría estarlo un idiota o un sonámbulo hipnotizado, pensaba que al final del desfile, y una vez que se hubieran transgredido convenientemente todas y cada una de las normas dictadas a sangre y fuego por su padre y por el padre de su padre, aparecería la sombra de la bestia que todos llevamos dentro y aclararía un panorama que por momentos se le antojaba fragmentario y poco claro. Como si de un titiritero salvaje se tratara, vivía su vida entre maravillado y sobrecogido, saltando de grieta en grieta, de desdicha en desdicha, sin que llegara nunca a saber cuanto debe durar una vida para resultar plena. Tampoco se lo preguntó a aquel que, atado a la silla y con un pañuelo en la boca, despertó en medio de una pesadilla sin acertar a comprender nada. Ni falta que hacía. Suspendida toda actividad hasta nuevo aviso, la fatal yugular fue seccionada y su traumático efecto no dejó lugar a dudas. Todo resultó breve y urgente, como si la modernidad toda quisiera quedar reflejada en un solo gesto.
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