jueves, 19 de febrero de 2009

TIEMPO

Sometido a las medidas del hombre, el tiempo se expande, o se encoge, o desaparece inexistente en el instante mismo en el que las escuelas de labios decretaron su no necesidad. Son nuestras angostas entendederas las que marcan su ir y venir, razón por la cual, al tiempo como a nosotros mismos, nos termina pasando como a esos amores distraídos que, a punto de partir, están pero no están. No están ya los viejos, los inmemoriales tiempos de Maricastaña, que resultaron ser tiempos medidos al son de la arena y el transcurrir del sol, tiempos que como todo tiempo que se precie resultó estar referido a algo que no era tiempo sino cosa, y no a cualesquiera cosa, sino sólo a las cosas sujetas a mudanza. Tiempo medido a lomos de precisos y preciosos engranajes, como resultó ser el tiempo suizo. Tiempos postmodernos éstos, con corazón de cuarzo, piel de plástico y alma nihilista que dice no a todo, nada a nada, y si a nada y a todo a un mismo tiempo, sin que tapial alguno se atreva a diferenciar las vagas lindes de sus despropósitos. Tiempo que, andando el tiempo, trajo bajo el brazo el tiempo del descreimiento, un tiempo vergonzoso en el que nadie dice tener tiempo para lo importante y todo es urgente. Es el tiempo de los tiempos perdidos, de los tiempos compartidos, de los medios tiempos, y hasta de los tiempos muertos, que es cuando se descansa de verdad. Tiempo raro éste, me refiero al de hoy, en el que trato de ordenar la secuencias de las cosas y cuya unidad primera no es el primero si no el segundo. Tiempos modernos en los que, poseído el minuto, es el tiempo todo el que se rinde en medio de un mar de lanzas.

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