viernes, 6 de febrero de 2009

PROMETEO

El comienzo parece prometedor, y cuan Prometeo, robo el fuego de sus labios de diosa y huyo raudo para entregarlo en brazos de un gas que, aunque efímero, sea capaz de devolverme el favor en forma de café con leche en vaso de caña con la leche templá y un par de magdalenas. Mientras se consuma el milagro nutricio, me prometo a mí mismo, cuan Prometeo, que no volveré a permitir que la noche se agrande en exceso, y como recuerdo de lo prometido, decido plantar en tiesto nuevo las magnéticas tormentas que se adueñaron de mí con el compromiso firme de regarlas todos los días para que crezcan sanas y fuertes. Satisfechas ya las elementales necesidades animales, el prometedor día continúa su curso con una reflexión: me gustan los libros, me gusta ver las estanterías repletas de universos particulares aparentemente ordenados que rebosan magia y sensibilidad en forma de palabras. La cercanía de su celulosa me aporta calidez, razón por la cual me prometo a mi mismo, cuan Prometeo, que haré lo posible para no acabar mis días sacrificando libros en la chimenea para calentar mis huesos de animal herido y solitario, como tenían por costumbre ciertos personajes de Montalbán. Y aquí terminan mis promesas porque, cuan Prometeo, debo ocultarme, y debo hacerlo ya, para evitar de esta forma que la ira vengativa de la orgullosa diosa de fuego caiga como un rayo sobre mí, partiéndome en dos y ahondado así mi principio de esquizofrenia.

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