jueves, 26 de febrero de 2009

LA CANA

La oreja derecha de su perro es un lugar tan proclive como cualquier otro para que en él sucedan cosas que llamarían nuestra atención si dejáramos siquiera por un momento las prisas a un lado y estuviésemos un poquito más atentos a las cosas realmente importantes. Para su consuelo y el mío, el perro propietario de la oreja derecha donde sucedió la historia de hoy tampoco se percató de lo que acontecía a escasos centímetros de sus narices. Su desconocimiento, y en parte el nuestro, queda justificado debido a la complejidad de la pelambre en la que se sucedieron las cosas que sucedieron, tan difíciles de explicar como aparentemente fácil resultó su azarosa existencia. Estamos hablando, ni más ni menos, de una transformación. Poshumanamente hablando, la mutación comenzó en el instante mismo del nacer y aún antes, en los delirio previos que poblaron las testas ascendentes de aquellos que hicieron posible que la cosa naciera. A partir de ahí, todo fue un lío. Los continuos montajes y desmontajes a los que cada ser se somete a sí mismo terminan por quedar entretejidos en gruesas lanas anudadas de enajenada pasión, esquivas metáforas y en anhelos de identidades de nosotros mismos con las que resulta difícil simpatizar. El caso es que allí, en un recoveco oscuro de la oreja derecha del perro, y prácticamente sin venir a cuento, nació una cana, una cana que, conviene decirlo ya, resultó empáticamente diferente a otras canas conocidas. Una de las peculiaridades del pelillo en cuestión es que resultó ser consciente desde un principio del metafórico significado de su existencia, por lo que, a partes iguales, quedó fascinadamente repelido consigo mismo, y a partir de ahí se mostró equívoco y contradictorio como todo hijo de vecino. Su existencia no fue fácil, como no lo es la existencia de ninguno de los desechos penetrados por la ponzoña que desplazan con dificultad evidente todas y cada una de las muchas ansiedades de las que hacen gala. Bueno, la sopa está preparada y lo mejor es que vayamos concluyendo la historia de la cana. Digamos al respecto que con el transcurrir del tiempo el pelillo se convirtió en un canalla sentimental y que poco importa si a lo que allí aconteció se le llama prospección o se le llama fantasía, ya que, albinismos aparte, el resultado es el mismo: pura transformación de la carne que somos, normalmente a peor.

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