lunes, 3 de agosto de 2009

DÍA TÍPICO EN EL RAVAL

Hoy mi corazón adelanta algo. No mucho, pero algo sí. Antes de acostarme tengo que acordarme de ponerle en hora. Tanta pena como paso estos días hace como que se detenga el pulso casi sin darme cuenta, y así, claro está, ocurre lo que ocurre, que si sumamos un pulso con otro, pues la cosa pierde, es decir, el corazón va con algo de atraso, o debiera ir con atraso porque lo cierto es lo que he dicho al principio, que mi corazón adelanta algo, diagnóstico éste en el que me reafirmo. Este adelanto, que no atraso, se produce por que a los atrasos que se producen en el polinomio de miocardiocitos, que tienen su origen en las penas que afligen a uno y actúan como restas, hay que sumar los adelantos producidos por los sobresaltos del día a día, que no es que sean alegrías, digámoslo ya para que no haya engaños, pero que no dejan de producir sus aceleraciones. El ofertorio es muy grande, baste con señalar los tiroriros del despertador, el repunte de bisbiseos con algo de mostaza, el muestrario de pechos obedientes apoyados sobre esquinas roncas y vagas, y sobre todo las ganas locas que uno tiene de quitarse la congoja del pecho aunque sea escribiendo y mintiendo diestro y siniestro. Con todo esto, que es la descripción de un día típico en el Raval a efectos de horarios cardiacos, yo diría que el misterioso pulso de mi corazón estaría en hora. En punto. La razón definitiva de que mi corazón adelante algo hay que buscarla, sin duda, en doña Lucía. Su forma loca de trazar tildes en el aire, sus ojos pancreáticos como en busca de un pistilo perdido váyase a saber usted dónde, las aristas de voces que arañan cada rincón de la pensión hasta conseguir asordarme, aquel café lleno de astucias al final de la tarde…Sí, ella es la causa de que a fin de cuentas mi corazón adelante algo. Hay días en los que, si no fuera por las penas, no sé que sería de mí.

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