miércoles, 5 de agosto de 2009

EL HOMBRE DE YOKOHAMA

He muerto. En realidad, hace mucho que morí. El hombre de Yokohama, el que siempre vuelve a Yokohama, murió de la forma más vulgar que quepa imaginar, pero aún así sueño, como el pájaro de Akita siempre sueña con Akita. Aparezco como enredado entre las hojas y ramillas de un fondo de lodo azul. Doy vueltas y más vueltas en un intento desesperado por liberarme de las oscuras raíces que me sujetan al fondo limoso, aun a sabiendas de que tanta actividad no me produce si no más asfixia. Aparezco pues luchando a brazo partido por llegar al puro aire, al límpido reino de las mariposas. Siempre que sueño imito su modo de volar, especialmente la forma que tienen de volar cuando vuelven a casa, y también sueño con poder producir el metalizado canto de los grillos, y el ruido de las gotas de lluvia en el aire, el de todas juntas y el de cada gota por sí sola. Sepulturero de palabras como soy, me esfuerzo por encontrar un nombre para los labios de las mariposas cuando son atrapadas por la tormenta, pero no doy con él. En casa del herrero cuchillo de palo. Tengo palabras que engordan, como engorda el moho el queso, que habitan ahí prácticamente sin hacer nada, mientras imagino otras tan o más necesarias que las mohosas de a diario, que no acaban de salir y que necesitarían de mis cuidados. Pero eso ya me ocurría de vivo. Mi mirada perezosa se detenía aquí y allí sin ver nada, hasta que acerté a mirar con los ojos de dentro, que es la única forma cierta de ver algo. Y lo que veo es que muerto y todo sigo jugando. Si esto es un juego, tengo la sensación de haber cogido de la mesa más cartas de las que habitualmente permiten. Hay secuoyas de tres mil años, pero yo tengo más cartas. Y más hormigas. Paso los dedos por el teclado, y siguen apareciendo hormigas.

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