domingo, 16 de agosto de 2009

EL PREDICADOR

Vivía encaramado en su columna de piedras, en el centro mismo de un mar de arena, sin otra tarea que la de amar a los muertos que pasaban por allá, previo sermón cuya temática variaba con los días y con el estado de ánimo del predicador. Todas las disertaciones tenían, eso si, un núcleo común. Con la gravedad y la gracia propias de un dios, aconsejaba a sus criaturas las enseñanzas clásicas que los antiguos le habían enseñado a él: nunca desprecies a los que sufren, nunca sientas admiración por el poder, y nunca odies a tus enemigos. Pero no todos lo entendían de la misma forma. Por ejemplo, a primera hora de la mañana pasó por allí un caballero de cierta edad que lucía una larga caballera como de heno helado. Este buen señor, vestido todo él de añil, se preparaba para soportar la ausencia de su amada sin saber a ciencia si podría lograrlo, cuando sobrevino lo inevitable. En el momento de tropezar con el hacedor de mensajes iba pensando precisamente en lo inevitable, y en eso siguió pensando mientras el conferenciante le hablaba, razón suficiente ésta que explica por si solo el hecho de que no entendiera nada. Por la tarde apareció por allí una muchacha muerta también, al parecer, de mal de amores, y repleta toda ella de dudas de naturaleza diversas: ¿qué sería del buen dios sin el mundo? ¿qué sería del mundo sin el danzón? Perdidos el amor propio y el ajeno, derrotada por el mundo, sentía fatiga por la vida, y entre el cansancio y que no encontraba forma de salir de su madeja de adivinaciones, el caso es que tampoco entendió mucho de que dijo aquel ser ciertamente extraño que se dirigía a ella en un tono filípico fuera de lugar. Pero claro, quien le iba a decir a ella que la muerte consistía en esto. Afortunadamente, el predicador no cobraba en función de objetivos.

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