En aquel sombrío amanecer, los sollozos en la tienda de campaña ahogaron una vez más una voz incapaz de permanecer por más tiempo en la agonía silenciosa a la que estaba condenada de por vida. Por un momento llegó a pensar que, como en otras ocasiones, unas gotas de esencia de lavanda serían suficientes para devolverla a cierto estado de normalidad. Pero está vez no. Su desconsuelo era inmenso. Tantos años de sufrir los insultos sin intentar siquiera devolver parte de la mortificación a la que era sometida habían llevado a su fin. Pensaba en sus hijas. Qué sería de sus hijas, que no sólo eran sus hijas si no también las hijas de la violación y sobre todo hijas de él. En el paroxismo de la ansiedad, y no sin cierto embeleso, cruzó el umbral de la Comisaría del distrito 30, no sin antes girar la cabeza hacía tras y posar su mirada por un instante en el añoso tejo de un jardín cercano. Cuando contó al oficial de guardia que venía a denunciar los veintidós años de secuestro, violaciones, esclavitud y maltrato continuado se tranquilizó. Con el transcurrir de los días, su invariable amabilidad era causa de asombro.
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