martes, 18 de agosto de 2009

LOLA

Atravesar aquel campo de huesos no resultó fácil en modo alguno. Además del inconfundible crujir de las osamentas, las tinieblas hacían su trabajo levantándose a cada paso más amenazantes que el anterior, llenándome el alma de turbios presagios y el pensamiento de oscuros razonamientos cuyos corolarios no me conducían a nada bueno. Era difícil olvidar dónde estaba uno y dónde estaban los muertos. En el cementerio de Jérez de los Caballeros la noche avanzaba y avanzaba, y yo con ella. Era como si la realidad, en aquel espacio perdido, estuviera abombada y tragicómicamente deformada, y como si la cita con Lola en este panteón familiar resultara no más que una broma macabra. Pero allí estaba, y no era la primera vez. La verdad es que cuando la follo sobre la lápida siento el peso de mi cuerpo como si me viera morir. La sensación de vértigo, creo yo, debe resultar muy parecida al de otras muertes. Ni que decir que el descenso es calcado. Cuando la dejé en la puerta de su hostal, la mañana se adueñaba de mí sin aparente dolor.

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