domingo, 9 de agosto de 2009

EL MUERTO SE QUEJABA DE SU SUERTE

Definitivo e incompleto a un tiempo, el muerto se quejaba de su suerte. Los cirujanos primero, y los gusanos después, le estaban dejando irreconocible. En la intimidad de su propia muerte, reflexionaba el finado sobre la conveniencia de persistir en la obediencia de las leyes de la imagen y el ritmo, refractario por competo al poder omnímodo del signo. Muerto y bien muerto como estaba, tiempo tenía también para rememorar el ir y venir de las olas, máquinas terribles éstas capaces de horadar la roca y acarrear el tiempo de un lado a otro sin utilizar para ello el trasiego de la respiración. Esa peculiar forma de morir oxidándose, se decía para sus adentros, es la forma que tienen los seres vivos de convertir los futuros imperfectos en pretéritos más o menos perfectos, todo ello en función de la disponibilidad de memoria y de la honradez que en cada momento cada cual quiera concederse. En medio de tanta reflexión, se asombraba de descubrir en él restos rituales de soledad, amueblada de esporádicas caricias aquí y allá, como las que antaño utilizaba para atormentarse a sí mismo.

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