martes, 4 de agosto de 2009

EL RAMO

No encontraba forma alguna de salir de su hastío. Esta vez, ni siquiera esa preferencia tan suya por la mortificación en la que gustaba solazarse a menudo parecía sacarle de las quebrados y ásperos paisajes del muermazo y la monotonía. Las altas cimas de la literatura, esas obras que otrora resultaron su salvación, hoy no producían en su estado de ánimo apenas si un leve bostezo. La luminosidad de las sinuosas nubes sobre la campiña inglesa, antaño fuente de fantasía, las altas tierras tan propicias para los charcos como para los musgos que echan canas, o la figura, el rostro, el carácter o la inteligencia de cientos de personas, en todas y cada de las posibles combinaciones y permutaciones que quepa imaginarse, nada le sacaba de ese estado de fastidio permanente en el que parecía vivir. Su propio yo, en el que estuvo embelesado durante un cierto tiempo, ya no le interesaba lo más mínimo. El aislamiento, el silencio y el desánimo tampoco parecían sacar de él nada extraordinario. Ni siquiera el sonrojo de su propia inutilidad hacía mella en él y el aburrimiento llegó a resultar, para propios y extraños, realmente extremo. No parecía llegar el tiempo en el que se evaporara aquella lánguida rutina, hasta que un día, por error, un empleado de la floristería llevó a su casa un ramo de ortigas, cardos torcidos y brezas desmembradas. Nadie sabe muy bien ni como ni por qué, pero fue verlas, sonreír levemente, y la idea de tener que soportarse a sí mismo un día más se le hizo más liviana.

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