Un
oblicuo y absurdo yo intentaba arrancarse de cuajo el perro que llevaba dentro,
mientras algún otro yo, igual de propio que el anterior y probablemente más
poderoso, intentaba evitar ese desaguisado a costa de ir suturando una a una
las heridas que ese primer yo, llamémosle el yo mataperros, abría en el cuerpo
del pobre sujeto. Unos y otros sucumbieron al inefable ulular del tiempo hasta
que, finalmente, ni rastro quedó del aquel sordo batallar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario