Rodeado de miedos, el vigilante del universo se dispuso un día más a hacer
su trabajo. Envuelto en los únicos calcetines fríos del mundo, y ayudado por un
astrolabio estropeado a fuerza de olvidos, su mirada escarnecida iba anotando
las colas de cada cometa, las tristes cosechas de tristezas astrales y, por muy
viejas que fueran, los nombres de todas estrellas que pasaban por su balcón. A
veces, un maremoto de piedras sacudía su cabeza y el pulso de su corazón de
litio se aceleraba, dando pie a obtusos espejismos. Era el momento de apagar las
luces e irse a almorzar.
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