Un
hombre al que llamaban Manuel (por aquél entonces la Tierra entera se llamaba
Manuel) entró en una catedral repleta de olvidados. Allí vio a otros hombres
que, una y otra vez de forma sucesiva, sumergían sus cuerpos en tinajas de
cenizas y en tinajas de sollozos, cualquier cosa (todo, dirían los más cuerdos
de entre los olvidados) con tal de evitar los ejércitos de piojos que raspaban
sus mejillas desnudas robándoles sus nombres.
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