Esa mañana salió de casa con el estómago lleno de mariposas. Olvidando la
existencia del propio olvido, estiró sus manos y, titilando por las calles del
barrio, se dejó llevar por una estrella que resultó ser la buena. Y fue feliz.
Sin aspavientos, pero fue feliz. Llegada la noche, ya de vuelta a casa, se fue
a la cama sin cenar y, bien arrebujado junto a su almohada, pensó que si no
fuera por el cielo, que nunca dejó de ser su cielo de siempre, cualquiera diría
que había vivido un sueño.
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