Él
también necesitaba un ordenador personal. Eso estaba claro. Bastaría para
empezar con un pequeño dios, alguien asequible y portátil que ordenara su
interior, recompusiera su sonrisa irregular, y de paso pusiera un poco de orden
en esos dientes sueltos con tendencia irresistible a separarse los unos de los
otros. Sería suficiente con un procesador de mediana potencia que le acicalara
ante los ojos de su madre y se mostrara capaz de meter en cintura a esa cabeza
suya que, además de discoidal y de andar siempre a mil por hora, no dejaba de
barruntar melodiosas esperanzas, infundadas la mayoría de las veces.
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