Una
voz indiferente y lejana, muy propia de viejos, le predijo con exactitud cómo y
dónde sobrevendría el deceso: ocurriría sin dolor, entre gente extraña, y bajo
un cielo sin nubes. En varias ocasiones, in
extremis, había sido rechazado por la parca, y aunque se sentía fatigado y
algo ahíto, nunca había deseado de forma verdadera dar por finalizada su
estancia entre los vivos. Aquél día salió a la calle en busca de un regalo cuya
inutilidad fuera completa, radical, y que, quizá por ello, tuviera un valor enorme. Aquél
día su pecho parecía querer estallar, y no había nubes.
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