El orujo le quemaba en la barriga cuando otro incendio se declaró
en sus ojos, justo en el instante en que lograron traspasar casi sin querer el
delantal de la camarera. La noche en el extrarradio, densa y calurosa, no
ayudaba en absoluto a sofocar el fuego que se adueñó de él. Cuando salió al
patio a fumar y observó la masa lechosa que inundaba el cielo de
reverberaciones y transparencias, supo que padecía de algo venido de muy lejos,
de una suerte de ardor universal, y que era eso y no otra cosa lo que provocaba
la sonrisa desencajada de la luna.
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