El mero contacto del aire con la piel le procuró
un escozor desmesurado, impropio de la vida recogida y tranquila que se
presupone en un tubérculo de pro. Para disimular el agobio adoptó formas de
costumbre clásica y respiración contenida, pero la maniobra de distracción no
tuvo el éxito esperado y no le permitió esquivar ese tipo de crueldad tan
peculiar que ejercen aquellos que desconocen el miedo. Una vez más, tuvo que
volver a cabalgar el grito.
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