Las añoranzas, que como venían parecían irse, alcanzaban sin
embargo para humedecer su rostro con cierta generosidad, logrando que su
semblante permaneciera acuoso mucho tiempo después de que todas las lágrimas
hubiesen huido. Era entonces cuando arrugaba el entrecejo y, con indiferencia y
un cierto desdén, se entregaba por completo al tiempo.
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