Siempre pensé que era un ser dotado de poderes especiales. Su
palabra parecía proceder de algún lugar fuera de los confines del mundo, de
modo tal que cuando afirmaba hacer algo por mi bien, o cuando me reconvenía por
alguna razón más o menos incomprensible, o cuando me prometía una nalgada si no
dejaba de dar voces, era como si todos los dioses del Olimpo estuvieran
afirmando hacer algo por mi bien, reconvenirme, o anunciarme una nalgada que
rara vez acontecía. Era ella la fundadora del ser, del hogar, y la que con sus
gestos y su trajín constante dotaba de sentido al mundo. Me estoy refiriendo,
obviamente, a mi madre.
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