A solas con su desconsuelo, mecía su cuerpo en aquella vieja
butaca hasta el punto de hacerla gañir, que para entendernos y para ahorrarles
búsquedas innecesarias les diré que es un estado a medio camino entre el crujir
y el gruñir. Gañía pues la mecedora, mientras imaginaba el tiempo como un ente
infinito que no tendría otra función conocida que la de hacer posible el mundo
de los fenómenos. A renglón seguido se imaginó a sí mismo como un fenómeno, y
tal fue el escalofrío que los pelos de su piel quedaron erizados y tiesos como
clavos.
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