La sombra de un silencio espeso y enorme reinó durante toda la
noche hasta que, por fin, los gallos del amanecer cantaron sus coros y, aquello
que en principio no era sino el débil conato de un hilillo de alba, fue lo que hizo
posible que los cielos se tornaran feéricos. Hasta ahí, nada que objetar. Llamaba
mi atención, empero, la indiferencia de ese mismo firmamento ante las
desgracias de un tal señor Manuel que, en medio de todo tipo de ayees y
suspiros, respiraba en la cama de la 470 perfectamente muerto. O casi.
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