Que el nombre de un hombre es tan importante como el hombre mismo
es una verdad reconocida entre hombres de civilizaciones, edades y condiciones
diversas. De hecho, pudiendo existir hombres desconocidos, no existen sin
embargo los hombres innominados porque al instante de ser reconocidos como
tales, y casi sin querer, ya le han puesto un nombre. El nombre de este hombre
no era ni desconocido ni innominado, era Manso. Dos líneas sobre el tal Manso:
tenía los labios de una ternura insólita, los ojos lacrimosos, el rostro
huesoso, y por apellido dos veces Gutiérrez. Pues bien, Manso supo que aquel
era un día distinto porque, mientras permanecía tumbado en la cama con los ojos
perdidos en las vigas que sujetaban el techo, pudo ver cómo el techo se le
venía encima. Y fue lo último que vio.
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