sábado, 20 de febrero de 2016

MANSO


Que el nombre de un hombre es tan importante como el hombre mismo es una verdad reconocida entre hombres de civilizaciones, edades y condiciones diversas. De hecho, pudiendo existir hombres desconocidos, no existen sin embargo los hombres innominados porque al instante de ser reconocidos como tales, y casi sin querer, ya le han puesto un nombre. El nombre de este hombre no era ni desconocido ni innominado, era Manso. Dos líneas sobre el tal Manso: tenía los labios de una ternura insólita, los ojos lacrimosos, el rostro huesoso, y por apellido dos veces Gutiérrez. Pues bien, Manso supo que aquel era un día distinto porque, mientras permanecía tumbado en la cama con los ojos perdidos en las vigas que sujetaban el techo, pudo ver cómo el techo se le venía encima. Y fue lo último que vio.

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