Los hechos y las fechas aparecían enmarañados en su cabeza. No es
de extrañar. En algún lugar de su mente habían colocado una bomba de relojería.
Lo supo desde siempre. A partir de ahí, la vida entera se presentaba ante sus
sentidos embadurnada de un cierto aire de irrealidad. También se sabía
condenado a pudrirse, pero eso no le afectaba. Podía cenar, apagar la
televisión, cepillarse los dientes y meterse en la cama, podía dormir incluso,
sabiendo que ninguno de esos actos, nada de lo que hiciera, conduciría a ningún
lugar. Tarde o temprano aquello explotaría. Y ya.
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