Volvió a mirarse en el espejo para apreciar una vez más la
pulcritud de su deterioro, esa cascada de desperfectos que parecían avanzar
implacables al dictado de leyes tan antiguas como irrefutables. Mientras se
observaba, pensó con escalofrío en aquel personaje que murió devorado por sus
verdades, en los ventarrones de ira que todo lo arrasan, en la engañosa
consistencia de la carne, y en ese discontinuo mercado de difuntos en el que
nos solemos entretenernos y que tan bien retrató Pierter Bruegel, el viejo.
Nada del otro mundo: episodios depresivos de baja intensidad, frente al espejo.
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