Cada cual adecentaba como podía, en medio de un murmullo
de plegarias mudas, el socavón que le tocó en suerte. El cielo, renegrido de
miedo y ceniza monótona, contrastaba con la amarilla espesura del aire y la
macabra desolación de los ojos siempre yermos. El rictus del hambre en sus
rostros era el mismo. Las nubes de moscas también. Sin embargo, los vientres
convexos del Sahel ya no eran noticia.
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