Amaba con locura, como es costumbre que amen los locos, pero no
terminaba de hacer las estupideces que se suponen deben hacer los locos. Miraba al techo con ojos de
vaca cansada, y por más que lo intentaba no lograba imaginar la famosa ventana,
ni aparecían los espejos, ni los silencios, y hasta las margaritas brillaban
por su ausencia. En fin, un desastre.
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