Su conversación de normal lejana y algo borrosa, unida a una
inmejorable ignorancia de la lengua alemana y, porque no decirlo, a una
ausencia proverbial de escrúpulos ortográficos y sintácticos aplicable a
cualquier lengua, daban como resultado un estado de recogimiento físico y
emocional sólo al alcance de una élite selectísima de santurrones hindús. He de
decir en su favor que, en los ocho meses en los que permaneció encerrado en
aquella fría habitación de la ciudad de München, lejos de ampliar la tirria
natural que se tenía a sí mismo, aprendió a quererse. Lo que no es poco y,
ciertamente, raya el milagro.
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