Un bibliotecario de Praga que había militado -sin gloria-
en la sociedad secreta de los Carbonarios y tenía el rostro carcomido por el
tiempo y por la industria cosmética, nos informaba en petit comité de la
existencia de un río secreto donde que al parecer unos acostumbran a beber de
la fuentes de la inmortalidad y otros, aguas más arriba, en los remansos de la
locura y la muerte. Interrogado por el verdugo, a la sazón un tabernero de la
ciudad vieja, nos aseguró que su aparente indignidad en el ejercicio del
comercio de la palabra nada tuvo que ver su con su falta de fe. Aseguraba, a
propósito del todopoderoso, que no hace falta creer en él: basta con
reconocerlo cuando él te encuentra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario