miércoles, 14 de enero de 2009

DICIEMBRE

Décimo del romano, duodécimo en el gregoriano, llegó diciembre envuelto en aceite de penumbra y rezumando mares de dudas. En este caso, las dudas se sustentaban en el hecho de que no siempre soy el que soy, habiendo ocasiones en las que soy, sea quien sea el que en ese momento soy, demasiado feliz. Viéndolas venir, robé de la mesilla el collar de sus silencios y me fui, primero a Jartum, para terminar con el exceso de azogue, y después a un concierto en Getsemaní, acontecimiento éste que tuvo la virtud de transportarme a la edad de hielo y a la comprensión exacta de la frase “todo lo tienes tú”. Fue en este tiempo en el que la cigüeña me trajo en su pico la flor del narciso y en la que el rosicler de la aurora me hizo captar el silencio que precede al beso, todo por cuatro euros. El mero contacto con la piedra turquesa me condujo también, esta vez sin pagar ni un duro, a la vindicación navideña del yo, lo que me procuró días después un par de chinelas de regalo y una reflexión sobre el noble bostezo que, exánime, me trajo la última luz del año. Siendo, como eres, arcilla de mi arcilla, leíste conmigo el diálogo entre Sara y el mago y la historia del magnolio perdido entre banderas de hierbas y apariencias de perdición. Al término del año, como en la Terminal de aquel axon, seguía reinando un año más el sueño velludo de la Septuaginta.

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