martes, 27 de enero de 2009

HIPOPOTOMONSTROSESQUIPEDALIOFOBIA

El tierno infante, a la edad de los seis años, recibió sin duda por error un escrito oficial de la Sociedad de funcionarios subalternos de la construcción de la central eléctrica principal de la compañía de barcos de vapor del Danubio, en el que se le requería los pagos atrasados de las tres últimas mensualidades. La mera visión de aquella cosa estampada en el sobre de la carta reproduciendo con precisión el nombre en alemán de la insigne asociación, conocida a la sazón como Donaudampfschiffahrtselektrizitätenhauptbetriebswerkbauunterbeamtengesellschaft, operó en la psiquis de este muchacho como si de un brutal mazazo se tratara, de forma y modo tal que nunca pudo recuperarse. Claro que la suerte tampoco ayudó. Convaleciente durante mucho tiempo, nadie supo en aquellas oscuras fechas determinar con precisión el mal que padecía el muchacho, pero no hacía falta irse a estudiar a Harvard para ver que tenía un miedo exacerbado al contacto con palabras largas y/o complicadas. Su caso iba de mal en peor, entre otras cosas porque tuvo la desgracia de aficionarse en las lecturas de textos de una disciplina, la filosofía, que seguramente tiene muchas cosas buenas pero en la que proliferan autores cuyo rigor no soporta la palabra llana. Pues bien, después de lo que parecía un ir y venir eterno de un especialista a otro en busca de algún remedio que paliara el débil estado en el que se encontraba nuestro protagonista, al fin dio con uno que, decían, había estudiado el tema en profundidad y estaba en condiciones de ofrecerle, al menos, un diagnóstico claro. En la primera entrevista el médico fue al grano y le dijo: mire, usted padece una enfermedad nueva llamada hipopotomonstrosesquipedaliofobia. Ni que decir tiene que el muchacho, ya no tan muchacho, casi se queda en el sitio. Al darse cuenta de su riguroso error, el buen médico le pidió mil disculpas, le dijo que lo lamentaba muchísimo y que todo había sido un error ya que, en realidad, existía otra forma de denominar su estado patológico: sesquipedaliofobia. El desmayo fue fulminante y el escándalo en la familia del jovencito (no sé si soy capaz de transmitirles que a todo esto pasaban los años), como podrán suponer, resultó mayúsculo. Tiempo después, el padre, que era un hombre intuitivo y bonachón, pensó que lo mejor era cambiar de aires, y como no había tiempo que perder, ni corto ni perezoso se personó en una agencia de viajes dispuesto a comprar billetes a algún lugar tranquilo y poco conocido de ese gran país, dijo al dependiente, que es Gales. Aquí hay que reconocer que el padre arrimaba el ascua de la enfermedad del muchacho a la sardina de su afición al rugby, pero así se escribe la historia. El dependiente le miró con ojos de cierta perplejidad y le dijo al señor padre que iba a ver lo que tenía, con el resultado de que lo que tenía era un viejo folleto de turismo rural, al que le faltaba buena parte de la información, y en el que anunciaban la existencia de una posada en la isla deAnglesey. Las fotos del lugar eran realmente hermosas: la iglesia de Santa María y el hueco del avellano blanco cerca del cual pasaba un rápido; la iglesia de San Tisilo, cerca esta última de un paraje denominado la gruta roja. Avispado como era el padre, preguntó por el nombre del pueblo, y la pregunta tuvo respuesta al cabo de un rato: Llanafair. Bueno, se decía su padre, no es lo que se dice un prototípico nombre de localidad manchega, pero es que de lo que se trata es precisamente de eso, de salir, de ver otras cosas. Al bajar del avión cogieron un tren, todo como en un suspiro, hasta llegar a una estación donde bajaron, y padre, madre e hijo pudieron leer con detenimiento un cartel de considerables dimensiones que anunciaba el nombre, en galés, del pueblecito: Llanfairpwllgwyngyllgogerychwyrndrobwllllantysiliogogogoch. Su corazón no pudo con tanta cosa y, a los pies de aquel cartel, dejó de latir.

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