domingo, 4 de enero de 2009

EL BESO DEL TIEMPO

Bien mirado, la existencia del beso ya quedó demostrada hace mucho tiempo por sabios metafísicos especializados en el sector a través del conocido método de la reducción al absurdo. Fue así como Parménides, partiendo de la hipótesis de un no-beso, llegó en su día a la incontrovertible conclusión de que el beso también existe, como existe Teruel y como existen, a modo de demostración indirecta de ambas existencias, los amantes de Teruel. Así pues, no vamos a dedicar aquí más tiempo ni más besos a este asunto. Sin embargo, quizás no resulte del todo inútil glosar algunas de las coincidencias más destacadas entre los besos y sus respectivos tiempos, simplemente para constatar porqué la existencia de los besos y del tiempo son verdades de Perogrullo. El hecho de que existan los conocidos besos sin querer, que son como tropiezos involuntarios de unos labios contra otros, no significa que éstos no tengan su tempo propio, que es un tempo raudo, accidentado, vertiginoso a veces, un tempo que nos dibuja un paisaje ciertamente moral azaroso y polémico, más no por ello irreal. Afortunadamente, tanto el beso como el tiempo son susceptibles de tasa y medida, de ahí que se pueda hablar de besos y tiempos inmemoriales, de tiempos muertos y de besos profundos capaces de resucitar a los muertos, de jugosos besos que son como la fruta del tiempo y de largos besos que se corresponden con tiempos igualmente largos. Así pues, cada beso, en tanto que cosa sujeta a mudanza, tiene su tiempo, razón por la cual al beso de Judas también le corresponde su tiempo, que es el tiempo de la traición. Claro que no conviene dejarse llevar por las apariencias porque la verdad es que no todo tiempo pasado fue mejor, al menos en lo que a besos se refiere. De hecho, en los tiempos que corren son muchos los que no tienen ni tiempo para besar, situación ésta que provoca un alargamiento de las distancias entre beso y beso que se prolongan a través de infinitos espacios interbesales que se pierden en el principio de los tiempos. Pero hasta esa ausencia, grave sin duda, es un argumento cierto y de cierto peso a favor del tiempo y de su existencia, ya que gracias al tiempo podemos ordenar la magnitud física de cada beso y establecer incluso su secuencia. Hay besos de pasión porque también hay un tiempo para la pasión, que para los católicos viene a coincidir normalmente con la Semana Santa, como también hay besos latentes, omniscientes, hipnóticos y hasta mutilados porque esas son, entre otras, las características de un tiempo desconocido para la mayoría. Apunten algo claro como la luz del día: ya desde los tiempos de Maricastaña existe el beso compartido, que es aquel en el que, por definición, pueden disfrutar de él varios usuarios a un mismo tiempo. Esta sincronía entre tiempo y beso no nos debe llevar a pensar en la existencia de una estación o una edad específica o más propicia para el beso, porque erraríamos. Lo que sí que nos debe hacer sospechar la existencia de tanta coincidencia es en la más que probable inexistencia del beso absoluto, a poco que Einstein tenga razón en sus predicciones. Así pues, el tiempo no sólo existe, como existe el beso, sino que besa él, provocando el conocido beso del tiempo, y como es de todos conocidos que el tiempo cuando besa resulta que besa de verdad, como dice el refrán que besa la mujer española, pues el resultado es que uno se va quedando día a día, beso a beso, un poquito más esmirriado.

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