sábado, 31 de enero de 2009

METOMENTODO

Lexicalizado hasta el tuétano, paso del nivel semántico al fonológico como si tal cosa, y así pasa a veces lo que pasa, que pudiendo ser como podría ser un sabelotodo, un mujeriego, un presocrático o simplemente un vago, he terminado siendo un metomentodo más guarro que los pies que me llevan, eso si, procurando en todo momento mantener un aspecto engañosamente cabal que no diera pistas fáciles ni de mi marcada naturaleza curiosota e imprudente, ni de mi secreta condición de cernícalo. Y me dirán que qué tiene que ver lo de ser guarro con lo del ser un metomentodo, un cerdo con un entrometido. La verdad es que no resulta fácil de entender si antes no les cuento una pequeña historia. Estaba yo allí donde no me llaman, entremetido como quien dice en lo que nada me importa, cuando por un quítame allá esas pajas recibí lo que en realidad me tenía bien merecido: un puñetazo en la boca del estómago, seguido de otro en la mandíbula, de manos de un marinero supuestamente borracho de esos que nunca dan recuerdos a nadie. Y eso me ocurrió por metomentodo. Porque el desgraciado del marinero dijo que iba a rajar la cara a la camarera. Y porque no me pareció bien. A todo esto deben saber que yo era un tipo de esos que se profesaba a sí mismo un amor lo suficientemente amplio como para paliar la falta de afectos externos, y deben saber también que me gustaba la camarera y, en general, debieran saber que en el juego de las damas lo que más gustaba era comer, y que me costaba hacerme con una dama, y que cuando la conseguía nunca por nada del mundo la movía del sitio donde la había conseguido, con el resultado, fácil de comprender, de que las damas se aburrían como ostras huyendo de mi vera a la primera de cambio. Y deberían saber también que el suelo del bar donde caí era un lodazal, un mar de colillas, líquidos y barrillos varios que me dejó el traje echo unos zorros. Seguro que a estas alturas seguro que ya se han hecho a la idea de que lo único que necesito para ser feliz es un público entregado y fiel, razón por la cual me puse a gemir como un cochino para escenificar mi dolor. Llegado este momento debieran saber también que, cuando estaba en el suelo fruto del impacto, alguien, algún correveidile, llamó a la camarera que en ese momento estaba en la cocina. Y quizás también convenga que sepan que la camarera fue mi novia durante algún tiempo. El acabose fue que la dama, o sea, la camarera, al verme en el suelo y creyéndome simplemente borracho, me dijo: levántate de ahí, guarro, (¡me llamó guarro!), y vete para casa.

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