viernes, 2 de enero de 2009

QUEJÍO

Alabada desde pequeñita no tanto por lo que dijo o quiso decir, sino por lo que dejó de decir y de lo cual nunca más se supo, jamás se la ocurrió soñar con ser artista por la sencilla razón de que ya lo era, siendo como es raro que los artistas, a pesar del cansancio, sueñen con lo que son. Ese don documentado en un elenco variado de creadores de distinto tipo y condición, el de no olvidarse de lo que son a la hora de soñar, les permite unas dosis de eficacia y rentabilidad ensoñadora de difícil de comprensión para aquellos que siguen emperrados en soñar con ser artistas y, sobre todo, les permite crear por doquier mundos extraños y viajar con asiduidad al otro lado de cualquier cosa. Entre otras licencias, les está permitido husmear en el relato selectivo y no pocas veces caprichoso en el que se convierte nuestro existir, averiguando lujos, ocultas miserias e insospechadas emociones, convirtiéndose así en los soñadores de lo real y dejando al común de los mortales fuera de todo encuadre. Mientras los tartesios inventaban la siesta, los artistas exhalaban esa furia humillada cuya existencia podemos intuir entre el relajo y el reloj que se dan la mano, y ya por aquellos tiempos tejían los hilos de la belleza con la que construían para sus amos sofisticados memoriales del olvido. Pero no importa. Farolillos a la mar. El quejío que avanza a lomos del eco y que con el transcurrir del tiempo se convierte en resonancia de lamento, queda transformado un poco más allá en quietud, dos pasos más al fondo en asombrosa normalidad, y a la postre, sólo quedan restos del clamoroso silencio que fue.

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