martes, 20 de enero de 2009

IR A NINGÚN SITIO

La mentira más impresionante que he dicho en mi vida me la dije a mí mismo mientras me limpiaba las uñas con la punta de una cerilla. Al principio, como sabía que era mentira, no le di demasiada importancia, pero lo cierto es que duele que te mientan y por mucho que quieras relativizar las cosas no logras evitar que el asunto te reconcoma por dentro. Por cierto que no sé que hacía yo limpiándome las uñas. En realidad no tengo, y lo que sí que tengo es la comprobación de que, al más ligero atisbo de uña, la neurona, mi neurona, emite una señal que va directamente a lo que me quedan de dientes mohosos, hecho lo cual estos se ponen a funcionar como si no tuvieran otra cosa que hacer. Y ahí se acabo la historia de la uña, ese germen de naturaleza córnea con forma de punta corva que debiera nacer y crecerme, como a todo hijo de vecino, donde finalizan los dedos. La verdad es que no logro dejar de pensar en ello, me refiero a lo de la mentira. No sé cómo pude mentirme así, aunque supongo que cualquier psiquiatra encontraría razones para ello a precios más o menos razonables. Resulta que el sádico que llevo dentro no sólo se dedica a darme cien patadas sino que, ahora, además, ha cogido la costumbre de mentirme. Claro que no sé de qué me extraño. No debiera extrañarme. ¿Me extraña acaso que haya guardias de tráfico perdidamente enamorados de chicas guapas que tienen por costumbre saltarse siempre los límites de velocidad? Sé que mintiéndome no voy a ningún sitio, pero que no vaya a ningún sitio tampoco debiera causar extrañeza a nadie. A mí al menos no me extraña. Lo verdaderamente raro sería ir a ningún sitio.

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