La amargura por defecto, la propia de cualquier día, se adueñaba del aire.
Aquel lecho huérfano de realidad y sus ojos alborotados eran la prueba evidente
de los miedos irresistibles que le devoraban noche tras noche y le impedían
comprender y hasta comprenderse. El tiempo rara vez le dio tregua hasta que,
finalmente, el milagro llegó en forma de solidaridad y vergüenza.
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