Muerto en vida, seguía sintiéndose extraño ante la certeza cierta de no
seguir amándola, de no atragantarse de ella cada tarde en los ratos de la
siesta, de no poder combatir ese silencio cruel que suponía la necesaria
ausencia de aquel nombre en su boca. Pues bien, para que le conozcan les diré
que, aun condenado como estaba a convivir con esa extrañeza, ni un solo día
pensó en renunciar a la parte alícuota de locura que le correspondía en esto
que llaman amor.
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