De
la crisálida de la nada surgió un sofoco que pudo desarrollar su metamorfosis
completa y, con el transcurrir de las horas, convertirse en gozo desnudo.
Superado ese estado quiescente previo al de adulto, la oruga resultante no se
conformó con devorar las hojas del paraíso sino que se nutrió de libido en tan
altas proporciones que cualquier gesto desembocaba, casi sin querer, en un
precipitado de labios y manos, a consecuencia de lo cual no había día en el
que, agotado, no terminara muy cerquita del colapso. Fue así como, a duras
penas, sobrevivió a su primera semana de vida.
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