Era
el verano de los trigos, temblaban las espigas, y el amor caía dormidito como
un niño chico cada vez que se recogía entre las faldas de la señora siesta. De
vez en cuando caía un chaparrón y las aguas lunares se precipitaba por los
desdentados escalones de la montaña. Todo eso estaba ahí, pero nada parecía
afectarle. Azotado como un perro bajo el rayo blanco del neón, veía a su
corazón poblarse de sombras y sentía las horas cada vez más lejanas.
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