Su
primer marido, Copérnico Díaz, fue psicólogo de árboles. Vivía en las afueras
de la ciudad y llevaba una vida dizque de ermitaño. Le escribió una carta
hermosa, que aún conserva, pero en Guanajuato las cosas no eran fáciles y “la
giganta” –que era así como llamaba a su mujer- no aguantó tanta psicología,
tanta mata y tanto hambre como le procuraba el tal Copérnico, de modo que una
tarde se fue. Ayer, veinticinco años después, volvió a verle.
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