Vivía
en permanente pleito contra sí mismo, alimentándose de las frutas de la congoja
y de ciertos ramilletes de culpa que surgen en los baldíos campos donde se marchita todo aquello que pudo haber sido y no
fue. El caso es que siempre supo lo que tenía que decir (“No importa que seamos
frágiles moléculas con cierta apariencia de invisibilidad. Somos dos, y así
debemos confesarlo”), pero un hado adverso le mantuvo mudo.
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