Despiadadamente humano, arrastraba por las calles amplios catálogos de
imperfecciones que tenían como corolario una irredenta necesidad de amar. Eso
lo convertía, per se, en un ser afectivamente dependiente y vulnerable. Dicen
que fue ese amar sin sueldo fijo, esa brega permanente contras las abulias y
modorras propias y ajenas sin más arsenal que unas truculentas tortillas de
besos, poemas y locuras, lo que aportó a su rostro una transparencia de nácar
cercana al paludismo. En onomásticas señaladas, se acercaba a la pantalla sólo
para gemir delante de ella.
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