En
el ombligo de la palmera enterró el vapor glacial de sus ojos, el cuero que
envolvía la pegajosa substancia de sus besos, y la piedra pómez con la que
solía limar las durezas del alma. Luego se sentó y, por este orden, maldijo el
roble, el puto roble que nunca quiso ser, mató el deseo que aún anidaba en su
vientre bajo, hizo suyo el naufragio de un mundo pixelado a su imagen y
semejanza, y observó sin inmutarse cómo la muerte arenosa resbalaba hacia la
oscuridad. Y dique todo, todo, lo hizo por amor.
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