Fue
esa costumbre inveterada de prestar atención a los pequeños detalles lo que le
permitió observar cómo el primer botón de su camisa sentía una predilección
especial por el segundo ojal. La intrincada coreografía de la vida impuso sus
condiciones y, al tratarse de una querencia irracional pero muy intensa, poco o
nada pudo hacerse al respecto. Como perros educados en la satisfacción del puro
instinto, el botón buscaba el ojal equivocado, con la plena aquiescencia de
éste, y aún a pesar de qué hacía lo imposible porque su corazón permaneciera en
calma, las refriegas amorosas que se desarrollaban en las entretelas de su
pecho impedían por completo toda
tranquilidad de espíritu.
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