Era
tal la densidad del aire que anidaba entre esas dos bocas, de tal calibre su
magnitud, que más que respirarlo había que masticarlo, engullirlo en porciones
más o menos grandes en función del gusto y del apetito de cada invitado. Como
fuere, algo había que hacer. El remordimiento que precede al pecado asomaba ya
sus fauces transgresoras, y la falta de oxígeno empezaba a pesar lo suyo sobre
los párpados generando una apariencia de somnolencia cada vez más real.
Pensaron que aquello iba a estallar, y lo mejor sería morir comiendo.
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