Les dijo que se gozaran. Y lo volvió a repetir: que os gocéis. Pero como
aquello iba más allá de todo entendimiento, los creyentes no terminaban de
relajarse y de entender el mensaje que aquél dios bueno lanzaba a sus
criaturas. A este descreimiento general ayudaba mucho el hecho de que el ente
celestial tuviera la costumbre de hablar a los suyos en medio de sombras y
brumas, casi siempre húmedas y no pocas veces nocturnas. Como fuere, hubo un
hombre que, sin encomendarse ni a dios ni al diablo, descerrajó un abrazo de
ternura gozosa a otro que tenía al lado, y ese fue el inicio de un plenilunio
feliz.
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