Era tan razonable, tan pero que tan razonable, que en vez de vivir con los
pies en el suelo optó por enterrarlos, primero uno y luego el otro, allí mismo,
en ese suelo tan suyo, para que a nadie cupiera duda alguna de su devoción por
la realidad y de su razonabilidad. Y en cuanto se notaba el menor titubeo, los
enterraba más. Sólo su mente volaba y, cuando lo hacía, aprovechaba para
silabear el decoro del lirio mientras devoraba por teléfono corazones de
esperanza con aspecto de bebé.
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